El vacío no se llena o por qué el consumo emocional no calma la angustia

¿Consumimos porque queremos o para evitar sentir?

En el fondo del océano no hay luz, solo presión. Así es el vacío emocional: no se ve, pero se siente. Y como no se puede ignorar, lo llenamos. De cosas, de estímulos, de comida, de vínculos. Vivimos en una cultura que nos ofrece objetos a cambio de incomodidad. ¿Sientes ansiedad? Compra. ¿Te sientes solo? Consume. ¿No sabes qué hacer? Distráete. Pero el vacío permanece.

Melanie Klein describió el vacío psíquico como una experiencia temprana asociada a la pérdida o a la insuficiencia del objeto primario. Esa ausencia se convierte en un agujero simbólico que el sujeto intentará llenar a lo largo de la vida, muchas veces sin saber qué perdió exactamente. El consumo, entonces, se vuelve una defensa. Una forma de tapar la angustia sin nombrarla.

La psicología ha demostrado que el consumo compulsivo suele estar vinculado a estados de malestar emocional. Dittmar et al. (2007), en un estudio publicado en Psychological Bulletin, encontraron que las personas con baja autoestima y afecto negativo sostenido presentan mayor probabilidad de desarrollar patrones de compra impulsiva, no por necesidad, sino como intento de autorregulación emocional.

Pero como un buque que se carga en exceso sin revisar su estructura, ese peso termina por hundir. Lo adquirido no llena el vacío, solo lo maquilla. Y con el tiempo, lo que se acumula no es satisfacción, sino frustración. Porque el objeto nunca calma lo que es del orden de lo simbólico: la falta, el duelo, el deseo no reconocido.

Más no es mejor

Vivimos en una época de abundancia material sin precedentes, pero también de angustia existencial generalizada. No se trata de demonizar el consumo, sino de cuestionar la expectativa de que nos hará sentir completos. La trampa no está en el objeto, sino en lo que le pedimos que haga por nosotros.

Desde el psicoanálisis lacaniano, se entiende que el objeto de deseo nunca colma: su función es mantener el deseo vivo, no sofocarlo. El problema del consumo emocional es que actúa como un intento de obturar el deseo, de cerrar la falta. Pero cuando no hay falta, tampoco hay movimiento psíquico. El sujeto queda estancado, anestesiado, sin dirección.

Un estudio de Kasser y Ryan (1993) en Journal of Personality and Social Psychology muestra que las personas con valores materialistas altos reportan menor bienestar subjetivo, más síntomas de depresión y relaciones interpersonales menos satisfactorias. Cuanto más se intenta llenar el vacío con cosas, más se profundiza la sensación de desconexión.

Como un náufrago que bebe agua salada para calmar la sed, el consumidor emocional termina más vacío que antes. Y la verdadera tarea terapéutica consiste en aprender a tolerar la falta sin intentar neutralizarla. Nombrarla, simbolizarla, alojarla. Porque no todo se repara; algunas heridas solo se comprenden.

Nombrar el vacío, no taparlo

El primer paso no es dejar de consumir, sino preguntarse por qué lo hacemos. ¿Qué intento evitar cuando como sin hambre? ¿Qué tapo con la compra compulsiva? ¿Qué emociones no quiero sentir? El consumo emocional muchas veces responde a emociones precarias: tristeza, soledad, aburrimiento, miedo. Pero no se resuelven desde afuera.

Melanie Klein entendía que poder simbolizar la pérdida —y no solo actuarla— era el signo de una maduración psíquica. En términos actuales: cuando puedo hablar del vacío, ya no necesito llenarlo compulsivamente. Ahí empieza el verdadero trabajo: transformar el dolor en palabra, y la angustia en sentido.

En Clínica Broa trabajamos con estos vacíos que no se llenan, pero que sí se pueden comprender. No prometemos soluciones mágicas ni fórmulas de bienestar inmediato. Ofrecemos un espacio donde el vacío no sea enemigo, sino punto de partida para una vida con deseo auténtico.

Fuentes de información:

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