Este libro, ZEN en el Arte del Tiro con Arco, plasma la filosofía ZEN, pero mucho más importante que eso, plasma la práctica que se requiere para aprender un arte como el del tiro con arco, como el del psicoanálisis. Realmente parece que el autor hace una metáfora o analogía del proceso que sigue un candidato a ser psicoanalista, y desde esa perspectiva pude mirarlo, sin dejar de lado la práctica ZEN.
El libro comienza con una excelente introducción de D.T. Susuki en la que nos advierte de la práctica de las tradiciones orientales y de la armonía de lo inconsciente como primordial además de la técnica del arte que se va a aprender. En este maravilloso libro, el profesor Herrigel, filósofo alemán que residió
En el Japón, donde se dedicó a la práctica del tiro de arco, para acercarse a la comprensión del Zen, nos ofrece una iluminada descripción de su propia experiencia. Su manera de expresarse permitirá al lector occidental familiarizarse con ese modo de vivencia oriental tan peculiar y aparentemente inaccesible.
Comienza el libro hablando del arte en el Japón, y en específico dell arte del tiro con arco diciendo que el “arte” del tiro de arco no significa para ellos habilidad deportiva cuyo dominio primordialmente físico, sino maestría cuyo origen ha de buscarse en ejercicios espirituales y que tiene por finalidad acertar en lo espiritual. En el fondo, el tirador apunta a sí mismo y tal vez logre acertar en sí mismo. Los maestros arqueros japoneses describen ese enfrentamiento del tirador consigo mismo, su respuesta parecerá más que misteriosa. Porque para ellos, el enfrentamiento consiste en que el arquero apunta a sí mismo -y sin embargo no a sí mismo- y que entonces tal vez haga blanco en sí mismo -y sin embargo no en sí mismo- de modo que será a un tiempo el que asesta y el que es asestado, el que acierta y el que es acertado. O bien, para expresarlo con algunos términos muy caros a los maestros arqueros: es preciso que el tirador, pese a todo su hacer, se convierta en centro inmóvil. Entonces surge lo último y lo más excelso el arte deja de ser arte, el tiro deja de ser tiro, será un tiro sin arco ni flecha; el maestro vuelve a ser discípulo; el diestro, principiante; el fin, comienzo; y el comienzo, consumación. Y explica que llamado budismo “Zen” en el Japón que, en primer lugar, no quiere ser especulación sino vivencia directa de aquello que, como causa sin causa de lo existente, no puede concebirlo el intelecto ni, aun después de las experiencias más inequívocas e irresistibles, puede ser aprehendido e interpretado: uno lo conoce sin conocerlo. Con respecto al el tiro de arco de ninguna manera puede significar un intento de lograr algo exteriormente, con arco y flecha, sino interiormente, con el propio yo. Arco y flecha son, por decirlo así, nada más que pretexto de algo que podría darse también sin ellos; el camino hacia una meta, no la meta misma; ayudas para dar el salto final y decisivo. Es por eso que el autor describe su propia experiencia desde el punto de vista interior, de la vivencia.
Comienza a narrar su experiencia diciendo que pese a todos mis esfuerzos, tenía conciencia de que podía abordar los escritos místicos sólo desde afuera y que, si bien sabía circundar lo que puede llamarse el fenómeno místico primario, no me era posible trasponer el cerco que como un alto muro rodea el misterio. En la abundante literatura sobre el misticismo tampoco hallé lo que buscaba, y así, desilusionado y desalentado, llegué poco a poco aja comprensión de que sólo el verdaderamente recogido es capaz de aprehender lo que significa el “recogimiento”, y que sólo el contemplativo, que esté completamente libre y desprendido de sí, se halla preparado para la “unión” con el “Dios Trascendente”.
Había comprendido, pues, que no hay, ni puede haber otro camino hacia la mística que el de la propia vivencia y el del propio sufrimiento. Si faltan estas premisas, todo cuanto se diga es huero palabrerío. Es entonces que un compañero de trabajo le dijo que la única manera de acercarse al ZEN de un occidental era la práctica de un arte vinculada a la doctrina, eligió el tiro con arco. Una vez que conoce al maestro, el cual se muestra severo y escéptico, pero accede a enseñarle, el autor hace una descripción detallada de la forma en que el maestro tira. En este relato se puede ver que el aprender el arte del tiro con arco, a base de errores, es el comienzo y al autor piensa en darse por vencido. Por más que ve al maestro tirar, no puede hacerlo igual. El maestro le empieza a enseñar a relajarse basándose en la respiración, y en la atención de las sensaciones corporales. La meta primera era estar relajado pero atento, como debe estar un psicoanalista en sesión.
En oportunidad de una prolongada charla preguntó el autor al señor Komachiya por qué el maestro había observado impasible durante tanto tiempo, mis infructuosos esfuerzos por estirar el arco “espiritualmente”; por qué no había insistido desde un principio en la respiración correcta: “Un gran maestro –respondió- tiene que ser a la vez un gran pedagogo; para nosotros las dos cosas son inseparables. Si hubiera iniciado la enseñanza con los ejercicios respiratorios, jamás le habría convencido de su decisiva influencia. Primero tenía que naufragar usted con sus propios intentos, para que estuviera dispuesto a asirse del salvavidas que le arrojó. Créame, yo sé por experiencia propia que el maestro conoce a usted y a cada uno de sus alumnos, mucho mejor de lo que nos conocemos nosotros mismos. Lee en las almas de sus discípulos más de lo que ellos están dispuestos a admitir.”
El maestro con frases sabias va guiando al alumno poco a poco a poner el alma en el tiro, a comprometerse con el arco y la flecha, y el alumno siempre impaciente de aprender, siempre escéptico. El segundo paso era la liberación de la flecha, una analogía perfecta para las intervenciones del psicoanalista en sesión. Lo que le sucedía a la flecha no había tenido importancia, pero ahora la tendría. Sobre el disparo el maestro le dice:
“ ¿Sabe por qué no puede aguardar que se produzca el disparo y pierde el aliento?- El tiro justo en el momento justo no acaece porque usted no sabe desprenderse de sí mismo. Usted no se pone en tensión esperando la consumación, sino que está a la expectativa de su fracaso. Mientras esto siga así no le queda más remedio que provocar, usted mismo, un acontecer que debería producirse en forma independiente, y mientras lo cause usted, la mano no se le abrirá de la manera adecuada
¡El arte genuino –exclamó entonces el maestro- no conoce fin ni intención! Cuanto más obstinadamente se empeñe usted en aprender a disparar la flecha para acertar en el blanco, tanto menos conseguirá lo primero y tanto más se alejará lo segundo. Lo que le obstruye el camino es su voluntad demasiado activa.
Usted cree que lo que usted no haga, no se hará.
“Entonces ¿qué debo hacer? -pregunté pensativo.
“Tiene que aprender a esperar como es debido.”
-“¿Y cómo se aprende eso?”
-“Desprendiéndose de si mismo, dejándose atrás tan decididamente a sí mismo y a todo lo suyo, que de usted no quede otra cosa que el estado de tensión, sin intención alguna.”
Narra que por el Maestro habíamos llegado a la relajación corporal, sin la cual no es posible estirar el arco adecuadamente, pero, para que se desencadene el tiro en debida forma, el relajamiento físico ha de continuarse en una relajación psíquico-espiritual con el fin, no sólo de agilizar, sino de liberar al espíritu: ha de ser ágil para alcanzar la libertad y libre para recuperar la agilidad primaria. Y esa agilidad primaria difiere esencialmente de todo lo que suele comprenderse comúnmente por agilidad mental. El tiro con arco se había transformado en una ceremonia que interpreta la doctrina Magna, (Dharma). Aunque en esa etapa el discípulo no aprehenda todavía la trascendencia de sus tiros, comprende ya definitivamente por que el tiro de arco no puede ser un deporte ni un ejercicio gimnástico. Entiende por qué lo meramente técnico, cuanto puede aprenderse, tiene que ser practicado concienzudamente hasta el cansancio.
Al Princpio, lo único que se exige del alumno es que imite concienzudamente lo que hace el maestro. Poco amigo de prolijos adoctrinamientos y motivaciones, éste se limita a unas breves indicaciones y no espera que el alumno haga preguntas. Tranquilamente observa, sus tanteos, sin esperar ni independencia ni iniciativa propia, y aguarda con paciencia el crecimiento y la madurez. Los dos tienen tiempo; el maestro no apremia; y el alumno no se precipita.
El maestro lo prevé. Cautelosamente y con los recursos psicológicos más sutiles trata de prevenir a tiempo y de liberar al alumno de sí mismo. Lo consigue señalando como al pasar y como si en realidad no fuese digno de mención, y refiriéndose a la propia experiencia del discípulo, que toda genuina creación es posible únicamente en un estado de auténtico desprendimiento de sí mismo, en el cual el creador, por lo tanto, ya no puede estar presenté como “él mismo”. Sólo el espíritu está presente, una especie de vigilia que precisamente carece de ese matiz de “yo mismo” y que por ende penetra sin límites en todas las vastedades y honduras, “con ojos que oyen y oídos que ven”.
Si le fuera dado al discípulo, éste recordará que más importante que todas las obras exteriores, por cautivantes que sean, es la obra interior que debe realizar si ha de cumplir precisamente su destino de artista. La obra interior consiste en que él, como hombre que es, como yo que se siente ser y como quien se reencuentra una y otra vez, se convierta en la materia prima de una plasmación y formación que desembocan en la maestría. Muchas veces lo único que mantiene en movimiento al discípulo es la fe en el maestro, en quien sólo ahora ve la maestría: con su vida le da ejemplo de la obra interior y lo convence con su sola presencia. Una sola cosa le queda por hacer para que el discípulo soporte su soledad. Lo desprende de sí mismo, del maestro, exhortándolo encarecidamente a ir más lejos que él, a “subirse sobre los hombros del maestro”. Cómo en todo proceso, el alumno se encuentra con resistencias, en este caso, se preguntaba qué iba a hacer con ese arte después de que lo aprendiera, le parecía absurdo. Si se libran las resistencias, como en el análisis, se llega al insight. El alumno llega a que también en este caso la técnica se espiritualizaría. Cada vez más confiado por esa convicción, acallé mis propias dudas, pasé por alto las objeciones de mi esposa y tuve por fin la tranquilizadora sensación dé haber dado un paso decisivo hacia adelante.
El maestro le dice al otro día al amigo que lo había recomendado que ya no quiere seguir enseñándole. Acepta seguir diciéndole: “Ya ve usted a qué llegamos si somos incapaces de permanecer, libres de intención, en el estado de máxima tensión. Usted ni siquiera puede permanecer en el aprendizaje sin preguntarse una y otra vez: ¿lo conseguiré? ¡Espere pacientemente lo que vendrá y cómo vendrá!” Observé que ya estaba cursando el cuarto año y que mi estada en el Japón era limitada.
“El camino hacia la meta es inconmensurable -contestó-. Entonces ¿qué significan semanas, meses, años?”
-“Pero ¿si tengo que interrumpir a mitad de camino?” -pregunté.
“Una vez que se haya desprendido realmente de su yo, puede interrumpir en cualquier momento. ¡Practíquelo pues!”
Así, un día le preguntó al maestro “Pero ¿cómo puede producirse el disparo, si no lo hago yo”?
“Ello dispara”
–respondió.
-“Esto ya me lo dijo usted varias veces; formularé pues mi pregunta de otra manera: ¿cómo puedo esperar el disparo, olvidado de mí mismo, si `yo’ ya no he de estar allí?”
“Ello permanece en la máxima tensión.”
-“Y ¿quién o qué es ese Ello?”
-“Cuando haya comprendido esto, ya no me necesitará. Y si yo quisiera ponerle sobre la pista, ahorrándole la propia experiencia, sería el peor de los maestros y merecería ser despedido. ¡No hablemos más, pues, practiquemos!”
Ello Aquí podría representar perfectamente el Inconsciente. Sigue narrando y dice que interiormente, para el arquero mismo, los tiros logrados le causan la sensación de que el día acabara de comenzar. Después de ellos se siente dispuesto a todo genuino no hacer. Es un estado sobremanera delicioso.
Pero quien se encuentre en él -advierte el maestro con una sutil sonrisa- hará bien en desentenderse de él, como si no lo sintiera. Sólo la total ecuanimidad es capaz de salir de él en forma tal que no tarde en volver.
Hasta entonces, el blanco (y paraflechas al mismo tiempo) había sido un rodillo de paja en un caballete de madera, frente al cual uno se coloca a distancia de aproximadamente dos largos de flecha. El maestro le dice: “Sus flechas no alcanzan el blanco, por que espiritualmente no llega bastante lejos. Ustedes tienen que asumir una actitud íntima, como si el blanco se encontrara a distancia infinita. La única meta que conoce es aquélla que de ninguna manera puede alcanzarse técnicamente, y esa meta la llama -si es que le da algún nombre-, Buda.”
Como respuesta a quejas del alumno acerca del aprendizaje el maestro contesta: “ Usted se preocupa en vano -me consoló-; deje de pensar en los aciertos.
Usted puede llegar a ser un maestro arquero aunque no todas las flechas den en el blanco. Los impactos en aquel blanco no son más que pruebas y confirmaciones exteriores de su no-intención, “yoidad”, recogimiento o como quiera llamar a ese estado. La maestría tiene sus niveles, y sólo quien haya alcanzado el último no podrá ya errar la meta exterior tampoco. Se trata de fenómenos inalcanzables para el intelecto.”
Cuenta que en aquella época el maestro me prestaba aún otra ayuda que también llamaba transferencia inmediata del espíritu. Cuando mis flechas erraban continuamente, él disparaba algunos tiros con mi arco. La mejoría era asombrosa; era como si el arco se dejara estirar de otra manera, como si fuese más dócil, más comprensivo.
Por fin logra que un disparo se logre, que Ello disparara, que se desprendiera por sí solo. A eso el maestro recomendó que era suficiente por es día, porque si seguimos, usted se esmeraría particularmente y echaría a perder el buen comienzo. Con el tiempo hubo muchos más disparos que se lograrían aparte, por supuesto, de muchos fallados. Pero cuando yo daba la menor señal de orgullo, el maestro me reprendía con inusitada brusquedad.
Empezaron, claro, las preguntas: El alumno pensaba: “Me temo que ya no comprendo nada; hasta lo más sencillo se me vuelve confuso. ¿Soy yo quien estira el arco, o es el arco que me atrae al estado de máxima tensión? ¿Soy yo quien da en el blanco, o es el blanco que acierta en mí? ¿El `Ello’ es espiritual, visto con los ojos del cuerpo, o corporal, visto con los del espíritu? ¿Es ambas cosas o ninguna? Todo eso: el arco, la flecha, el blanco y yo estamos enredados de tal manera que ya no me es posible separar nada. Y hasta el deseo de separar ha desaparecido. Porque, apenas tomo el arco y disparo, todo se vuelve tan claro, tan unívoco y tan ridículamente simple…” En este mismo instante -me interrumpió el maestro- la cuerda del arco acaba de atravesarle a usted por el centro.
Para el quinto año el maestro se propuso hacer un examen, pero dijo: “Un valor más alto aún se asigna al estado espiritual del arquero, que ha de expresarse hasta en su menor gesto. ” Aprobamos el examen en tal forma que el maestro no tuvo que solicitar, con una turbada sonrisa, la benevolencia de los espectadores. Se nos otorgaron diplomas que fueron escritos en el acto y en los cuales se indicaba el grado de maestría que cada uno de nosotros había alcanzado.
Hablaba entonces de la terminación del psicoanálisis, diciendo que por eso pueden separarse de mí en cualquier momento. Aunque se extiendan vastos mares entre nosotros, siempre estaré presente cuando ustedes se ejerciten como lo aprendieron. No tengo que pedirles que bajo ningún pretexto dejen de practicar con regularidad, ni dejen pasar un día sin ejecutar la ceremonia, aunque sea sin arco ni flecha, o por lo menos sin respirar según las reglas del arte. Lo cual puede asemejarse al final del análisis.
Entra en la conclusión comparando el tiro con arco con el arte de la esgrima que a mi juicio puede ser más parecido al setting analítico ya que se trata de dos personas. Y dice que en virtud de aleccionadoras experiencias, hechas tanto en ellos mismos como en sus discípulos, los maestros de la espada consideran un hecho que el principiante, por fuerte y combativo, por valiente e intrépido que sea por naturaleza, pierde al comenzar la enseñanza su despreocupada naturalidad y además la confianza en sí mismo. Ahora llega a conocer todas las posibilidades técnicas de poner en peligro la vida durante el combate, y aunque pronto es capaz de concentrar su atención al máximo, de vigilar al adversario de la manera más despierta, de parar sus estocadas con exactitud y de hacer eficaces asaltos, se halla en una situación peor que antes cuando daba golpes a diestro y siniestro y al azar, mitad en broma, mitad en serio, según la inspiración del momento y del ardor bélico durante los combates de práctica. Tiene que admitir ahora, y resignarse a ello, que se encuentra en condiciones de inferioridad frente a cualquiera que sea más fuerte, ágil y experimentado, y que estará expuesto sin piedad a sus certeros golpes. No ve ante sí otro camino que el de la ejercitación incansable, y por de pronto su maestro tampoco sabe aconsejarle otra cosa. Así, el aprendiz se esfuerza al máximo por superar a los demás y hasta a sí mismo. Adquiere una cautivante técnica que le devuelve parte de su seguridad perdida y se siente cada vez más cerca de la anhelada meta. Cuanto más se empeñe en encomendar su superioridad con la espada a su reflexión, al aprovechamiento consciente de su destreza, a su experiencia de combate y su táctica, tanto más inhibe la libre movilidad en el “obrar del corazón”. ¿Cómo se puede remediar esto? ¿Cómo se torna `espiritual” la destreza? ¿Cómo se convierte el dominio soberano de la técnica en el arte magistral de la espada? La respuesta es: el aprendiz lo logrará únicamente si se desprende de toda intención y de su propio yo. Incumbe al maestro y a su responsabilidad encontrar, no el camino propiamente dicho, pero sí el “cómo” de ese camino hacia la última meta, adaptándose a la peculiaridad del aprendiz. Primeramente se empeñará en acostumbrarle a eludir instintivamente los golpes aunque lleguen de improviso. Ya en la batalla, Tal como en ésta no media el grosor de un pelo entre percibir un golpe y eludirlo, tampoco ahora hay distancia entre esquivar y atacar. En el momento de evitar el golpe, el combatiente ya prepara el suyo y, antes de que él mismo se dé cuenta, da una mortífera estocada, certera e irresistible. Es como si la espada se manejara a sí misma, y así como respecto del tiro de arco debe decirse que “Ello” apunta y acierta, también en este caso el “Ello” sustituye al yo, sirviéndose (le las aptitudes y habilidades que éste adquirió con su consciente esfuerzo. Y también ahora, “Ello” no es más que un nombre de algo que no puede comprenderse ni atraparse y que se revela únicamente a quien lo haya, experimentado.
Importante es recalcar que el autor dice que lo que vale con respecto al tiro de arco y la esgrima es aplicable, en el mismo sentido, a todas las demás artes. entre ellas el psicoanálisis, y el amar.