Vivimos entre restos. Sobras de comida en la basura, ropa que nunca se usó, energía encendida sin nadie que la necesite. En los supermercados, en los clósets, en las redes sociales, el despilfarro es el telón de fondo de una cultura que confunde abundancia con bienestar. Pero ¿qué se esconde, psíquicamente, detrás de esta lógica de exceso? ¿Qué necesidades no nombradas se cubren con el derroche?
El mar de lo innecesario
La publicidad enseña a desear lo que no se necesita. Pero más que deseo, lo que muchas veces impulsa el consumo es el vacío. Desde una mirada lacaniana, podríamos decir que el sujeto no compra para tener, sino para sostener la ilusión de que algo podrá colmar su falta estructural.
El despilfarro, entonces, no es solo una cuestión económica o ética: es un intento de llenar un agujero simbólico. El objeto comprado, el alimento que se deja enfriar, el artefacto que se desecha, funcionan como sustitutos de una pérdida más antigua, a menudo inconsciente.
Como si fueran botellas lanzadas al mar, acumulamos objetos esperando que alguno nos devuelva algo esencial que nunca llegó.
El exceso como defensa
En la teoría kleiniana, el exceso puede entenderse como una defensa ante la culpa o el miedo a la carencia. El niño que teme perder el amor de la madre puede volverse acaparador, no porque desee más, sino porque teme no tener lo suficiente. En la adultez, esta ansiedad puede desplazarse hacia el derroche: se compra, se gasta, se come de más, como una forma de evitar el sentimiento de desamparo.
La paradoja es que el exceso no calma, sino que alimenta la culpa. Y así, el despilfarro no es solo económico ni ecológico: es emocional. Una forma de no pensar, de no sentir, de evitar el silencio incómodo que surge cuando ya no hay más que consumir.
Cuando tener no basta
Como embarcaciones sobrecargadas que terminan por hundirse, muchas vidas colapsan bajo el peso de lo innecesario. El exceso agota, embota, desvía. Una nevera llena no garantiza saciedad, como tampoco una cuenta bancaria inmensa evita la angustia existencial.
La cultura del despilfarro impide elaborar una relación sana con el deseo. En lugar de preguntarnos qué queremos, se nos ofrece un menú infinito de cosas que podríamos tener. Pero el deseo genuino no se satisface con acumulación, sino con presencia, con vínculo, con sentido.
Mareas más lentas, aguas más claras
No se trata de moralizar el consumo, sino de preguntarnos qué estamos intentando evitar cuando consumimos sin medida. El despilfarro puede ser leído como una forma de repetición, como una compulsión que protege del vacío, pero que a largo plazo solo lo profundiza.
En Clínica Broa, ayudamos a explorar estas preguntas desde una mirada profunda, simbólica y respetuosa. Porque vivir no es llenar el barco de cosas que no necesitamos, sino saber hacia dónde vamos, aunque llevemos poco. A veces, solo lo esencial flota.
Fuentes de información
Zhao, Xinshu, y Brian McNair. 2004. Consumerism, Media and the Culture of Waste: A Critique of Postmodern Consumption. London: Routledge.
Cushman, Philip. 1990. “Why the Self Is Empty: Toward a Historically Situated Psychology.” American Psychologist 45(5): 599–611. https://doi.org/10.1037/0003-066X.45.5.599