El costo emocional de vivir como si todo fuera urgente

La urgencia permanente no es solo estrés: es una forma de evasión emocional. La cultura del apuro se instala en la mente y el cuerpo; el psicoanálisis puede ayudarte a recuperar el timón del deseo.

Vivimos como si el tiempo fuera un enemigo que hay que vencer a diario. El reloj no solo mide la hora: marca el pulso de nuestra autoestima. En la cultura del rendimiento, detenerse parece un fracaso. A cada minuto le exigimos sentido, logro, movimiento. Pero esa urgencia no nace del cuerpo ni del deseo: es una presión internalizada. Una colonización del tiempo psíquico que opera desde el miedo a no estar a la altura.

Desde el psicoanálisis, especialmente en la obra de Melanie Klein, podemos entender esta conducta como una defensa contra ansiedades arcaicas. La hiperactividad mental o física muchas veces funciona como una barrera contra el vacío: una manera de no sentir. Al no tolerar la inactividad, el sujeto evade lo que emerge en la pausa: angustia, pérdida, preguntas que desbordan. Como un marinero que limpia sin descanso la cubierta para no bajar al camarote inundado.

Estudios recientes han respaldado esta idea desde la psicología experimental. Lian et al. (2022), por ejemplo, analizaron a más de 800 empleados con alta carga laboral y hallaron que la presión por rendimiento correlaciona con ansiedad severa, disfunción ejecutiva y mayor desregulación emocional. La urgencia permanente compromete la atención sostenida, la toma de decisiones y el descanso reparador. Vivir de prisa tiene un precio alto, aunque se disfrace de productividad.

Detrás del apuro, suele haber una estructura de evitación emocional. No se trata simplemente de hacer más: se trata de no parar para no sentir. La prisa se convierte así en un salvavidas falso: mantiene a flote pero no lleva a ningún puerto. El problema no es la acción, sino su origen inconsciente.

El imperativo de rendir

Byung-Chul Han lo ha formulado con crudeza: el sujeto contemporáneo no es reprimido, es autoexplotado. Ya no se trata de obedecer al jefe externo, sino de volverse gerente de uno mismo. El imperativo ya no dice “obedece”, sino “sé tú mismo, pero mejor”. Esa exigencia de autenticidad forzada deriva en fatiga, en insatisfacción crónica, en la sensación de estar siempre en deuda con uno mismo.

El fenómeno conocido como “hurry sickness” ha sido investigado por investigadores como Lembke et al. (2021), quienes concluyen que la urgencia constante puede inducir un estado neurobiológico de hiperactivación, generando agotamiento del sistema dopaminérgico, frustración ante los resultados y baja tolerancia al error. Se produce así una forma de ansiedad sutil, invisible, pero persistente: la de nunca llegar a tiempo consigo mismo.

Desde el punto de vista psicoanalítico, esta carrera sin meta también tiene un fondo melancólico. Lacan diría que se corre porque se desea tapar una falta constitutiva, un agujero que no se resuelve con logros. Así, el sujeto vive sobrecargado de tareas, de proyectos, de pantallas, pero pobre en deseo, en vínculo, en contacto real consigo mismo.

Como barcos que han extraviado el mapa, giramos sobre nuestras propias olas, confundiendo movimiento con avance. Pero el cansancio no miente. Cuando el cuerpo falla, cuando la mente se apaga, es porque el alma ha pedido auxilio mucho antes.

¿Cómo se sale de la tormenta?

Recuperar el sentido del tiempo requiere una operación psíquica profunda. No basta con técnicas de productividad ni con agendas digitales. Es necesario interrogar el origen de nuestra urgencia: ¿de quién es esa voz que nos exige tanto? ¿Qué historia personal alimenta esa necesidad de no parar nunca?

En Clínica Broa, trabajamos desde el psicoanálisis para hacer visible esa maquinaria invisible. Acompañamos procesos donde la prisa se transforma en pregunta, y la productividad cede espacio al deseo. Porque muchas veces el primer acto terapéutico es detenerse. Escuchar el silencio, sin miedo a lo que pueda decir.

No se trata de romantizar la lentitud ni de negar las exigencias del mundo real. Se trata de reconstruir una brújula interior que nos permita decidir cuándo acelerar y cuándo anclar. Y en esa pausa, tal vez, reconectar con lo que el mar calla: lo que verdaderamente importa.

Fuentes de información:

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